No resulta difícil o complicado tener una idea más o menos clara de lo que queremos significar cuando hablamos del cerebro como un órgano material del cuerpo humano, de categoría similar a otras vísceras como el corazón, los pulmones, los riñones, etc.
Tampoco resulta una empresa muy dificultuosa el tener una idea bastante aproximada de lo que se quiere significar cuando alguien se refiere a la mente humana.
Relacionar la mente con los pensamientos, la capacidad de manejar y transmitir ideas, comprenderlas, sentir y transmitir emociones, y, en general lo que se ha llamado “habilidades cognitivas”, resulta de toda lógica para la gran mayoría de las personas.
Considerar al cerebro como el asiento material de la mente, si bien para muchos es un concepto evidente, ya comienza a plantear algunas dificultades.
No resulta sorprendente que más de alguien cuestione, por ejemplo, si el cerebro por sí mismo, como órgano confinado a la caja craneana, es elemento suficiente para explicar completamente toda la génesis, procesamiento y regulación de la actividad mental.
(A esta altura sabemos que la integración cerebro-cuerpo, en su totalidad, es de naturaleza tan rica y compleja que no podemos considerar al cerebro como órgano aislado, pero no nos adelantemos.)
Visto el asunto desde la perspectiva inversa, podemos preguntarnos lo siguiente: tienen los pensamientos la capacidad de existir por sí mismos, con independencia de un sustrato orgánico?
Existen los espíritus? Qué son las almas? Existen las almas en pena? Podemos ser visitados por el espíritu de personas que ya murieron? De existir, tienen éstos la capacidad de comunicarse con nosotros?
Sobre estas interrogantes aparecerán muchas personas que tienen la convicción (y/o el íntimo deseo), de que la respuesta para todas o algunas de ellas sea afirmativa. Otros mostrarán distintos grados de esceptisismo, llegando al extremo de quienes nieguen en forma tajante, sin posibilidad de argumentación siquiera, toda posibilidad de “brujerías y otras manifestaciones mágicas”.
Esta diversidad de opiniones es totalmente concordante con nuestro concepto del Perfil Espectral de Tendencias (PET, capítulo 13).
En la tradición filosófica cartesiana, que aún hoy tiene mucho peso en nuestro mundo occidental, la separación mente-cuerpo es un hecho no sólo incuestionable, sino imprescindible, para que no haya confusiones ni perturbaciones en el ámbito de acción “que corresponde” al mundo humanista, distinto y “separado” del mundo científico.
No obstante ello, hace ya tiempo que distintos pensadores creen que en base al avance científico y tecnológico de nuestro mundo actual, ya no es posible seguir escabullendo el bulto al hecho de que los procesos mentales tienen una base orgánica no sólo indesmentible, sino que posible de ser estudiada e investigada a un grado de profundidad que era inimaginable hasta hace muy poco tiempo.
Los avances en neurociencia, apoyados entre otros por el vasto campo de los estudios de imágenes funcionales de la actividad cerebral, han ido progresivamente aportando más y más evidencia de que la forma de reaccionar a estímulos específicos de diferentes personas, tienen para cada una de ellas patrones que les son propios y distintos de los demás.
En el presente capítulo deseo referirme a un tema de especial interés, cual es considerar, a la luz del conocimiento científico actual, y en base a una interpretación lógica y coherente, cuales serían las razones de que históricamente haya resultado tan evidente e incuestionable que la naturaleza de los procesos mentales les es propia y única, y por tanto, inabordable e inalcanzable con las herramientas que se utilizan para el estudio de los fenómenos que afectan a la materia concreta.
El único método de análisis directo de los procesos mentales que hemos tenido tradicionalmente disponible es el de la introspección.
Ese “mirar hacia dentro” que utilizamos cuando nos cuestionamos, por ejemplo, cómo y de qué manera “procesamos” y “controlamos” nuestros pensamientos.
Esta introspección sufre de varias limitaciones, entre las que podemos mencionar, por ejemplo, que sólo podemos realizarla cada uno hacia el interior de su propia mente, y no la de los demás, lo que nos deja fuera la posibilidad de realizar comparaciones, y por otra parte, el hecho que estamos tratando de estudiar algo respecto de lo cual el único instrumento de estudio disponible es el propio objeto del estudio.
Sólo disponemos del análisis de nuestros propios pensamientos y de las sensaciones que nos producen esos pensamientos, circunstancia que nos es muy conocida y familiar, ya que ellos casi siempre “nos llegan” acompañados de “adornos valóricos” que pueden ser de mayor o menor intensidad, y que percibimos como emociones.
Cuando estas emociones son muy potentes, se agrega al “pensamiento puro” una repercusión orgánica que puede llegar a tener gran intensidad, y que sentimos de variadas formas, que pueden incluir palpitaciones en el corazón, sudoración, erizamiento de pelos, calofríos, dificultad para o sensación de falta de aire al respirar, etc etc, en una gama variada que “aterriza” a un ámbito terrenal, concreto y orgánico, algo que en otros casos podría haber permanecido en un mundo absolutamente espiritual, y, por tanto, inmaterial. De hecho, mientras más abstracto e impersonalizado sea el objetivo de nuestro curso o análisis mental, más inmaterial lo percibimos.
Porqué percibimos como inmaterial el curso de esos “pensamientos puros”?
Podemos imaginar variadas razones, de índole filosófica y religiosa, que han pesado históricamente para circunscribir los problemas de la mente a un mundo exclusivamente espiritual, y que sólo secundariamente puede llegar a tener repercusiones en el mundo orgánico y material. Pero a estas razones culturales debemos agregar otro elemento, que es el objetivo de estas reflexiones, y que hace que esa forma de entender los procesos mentales como inmateriales nos resulte “evidente”, cuando se realiza a través de un análisis poco riguroso y sin contar con los conocimientos logrados durante los últimos años.
En este punto debemos referirnos a las relaciones anatómico-funcionales del cerebro con el resto del cuerpo, y las muy variadas implicancias que esto tiene.
Desde el punto de vista científico tradicional, el cerebro es un órgano que tiene una enormidad de funciones y responsabilidades. De entre las más básicas, la de controlar y mantener el medio interno del cuerpo, esto es, de todas y cada una de las células que lo componen, en un estado llamado de homeostasis.
Esto significa que una serie de variables, como temperatura, acidez, nivel de oxigenación y depuración de CO2, entre muchas otras, deben mantenerse dentro de niveles muy precisos. Cualquier descontrol y salida de estos márgenes estrictos pone de inmediato en riesgo la vida del individuo. Esta función es común, en términos muy parecidos, al ser humano y a todos los animales de sangre caliente.
Sabemos también que en el humano el cerebro cumple además con las funciones superiores del pensamiento abstracto, que hemos situado funcionalmente en lo que hemos llamado el cerebro secundario, en esta teoría.
Para realizar todas sus funciones, el cerebro está dotado de una capacidad única, cual es la de “representar el mundo”, en un lenguaje de mapas e imágenes que le es propio. (No confundir estos conceptos ni con imágenes visuales ni con el lenguaje comunicacional, oral y escrito, que usamos los humanos, todo lo cual se encuentra en un nivel de elaboración y procesamiento aún más elevado).
Este “mundo representado” por el cerebro es tanto el mundo interior, o sea, el propio cerebro y resto de cuerpo material del individuo, como el mundo exterior al cuerpo.
El mundo interior lo representa en base a información proveniente de sensores especializados, y el exterior en base a información proveniente de los órganos de los sentidos.
Es importante anotar acá que muy probablemente todas las representaciones de este nivel operan de un modo inconciente.
El cerebro, para cumplir lo anterior, está íntimamamente conectado con todo el cuerpo (incluídos los órganos internos como hígado, pulmón, etc, y los órganos de los sentidos como ojos, oídos, piel, sensores olfativos, etc), a través del sistema nervioso periférico. Este está constituido por nervios que salen directamente del cerebro y otros que lo hacen a través de la médula espinal.
Toda esta arquitectura funcional nos permite, por ejemplo, si queremos guiar el proceso concientemente, el “recorrer mentalmente, sintiendo, nuestro cuerpo”. (este procedimeinto es típico, por ejemplo, en ejercicios de relajación de algunas disciplinas orientales).
Así podemos “recorrer” extremidades, tronco, cuello, y también nuestra cabeza. Tanto la cara, ricamente inervada por nervios motores y sensitivos, el cuero cabelludo, y hasta los huesos craneanos, si nos golpeamos con cierta fuerza, los “sentimos presentes”.
También podemos saber, incluso con los ojos cerrados, en qué posición tenemos las piernas, brazos, cuello y cabeza.
Sin embargo, por mucho esfuerzo que hagamos, somos incapaces de sentir, como ocupado por una sustancia sólida, el interior de nuestro cráneo. (Ello a pesar de que hemos aprendido desde chicos que el cráneo no está vacío, si no ocupado por el cerebro…aunque incluso en este punto hay bromas iterativas sobre quienes, por su conducta, aparecen como si tuvieran vacía la cabeza).
La explicación de esta “incapacidad de sentir nuestro propio cerebro”, debemos buscarla en el hecho de que la función primordial del cerebro es “sentir el cuerpo, y, a través de él, al mundo”, y está tan expresamente dedicado a esta función que carece de una autoinervación destinada a “sentirse a sí mismo”. (Lo cual no es equivalente de “representarse a sí mismo”, función en la cual es superlativo).
Tan cierto es este hecho, que es sabido que el tejido cerebral es autoinsensible, ya que puede ser operado, incindido y presionado durante una cirugía, con el paciente despierto, sin que éste acuse ningún dolor.
A esta condición de autoinsensibilidad se agrega otra característica fundamental del funcionamiento cerebral que resulta determinante para “crear la impresión” de que nada físico ocurre en “el cerebro mismo”, sino que en lugares separados de él.
Así, las sensaciones de tacto, dolor, calor, o las imágenes visuales y auditivas que experimentamos, nunca nos parece que se produzcan en el cerebro, sino ”en el sitio mismo del estímulo”.
Esto es, si tocamos un objeto con un dedo, la sensación de tacto se produce “en el dedo”. Si vemos a una persona a 10 metros de distancia “la vemos allá”. Un ruido lejano, lo ubicamos espacialmente lejos, y proveniente desde una ubicación determinada. Si nos duele el intestino, ello lo sentimos “en el abdomen”. Todo esto nos resulta tan claro como la “realidad misma”, y, sin embargo, no es más que una ilusión, producto de los mecanismos de representación con que opera nuestro cerebro.
Experimentamos nuestras sensaciones referidas al sitio en que “realmente están ocurriendo” porque nuestro cerebro, en su proceso evolutivo y adaptativo al medio ambiente, funciona “mostrándonos” el mundo, tanto interior como exterior, del modo más útil posible para que interactuemos con el medio asegurando al máximo nuestras opciones de supervivencia.
El que sintamos dolor, por ejemplo, es un mecanismo que se asegura de que evitemos al máximo posible el ser objeto de acciones dañosas para nuestra integridad, manejando nuestra anatomía (cuerpo) de modo de retirar oportunamente cualquier parte de él que pueda verse expuesta a impactos fuertes, contacto con objetos a temperaturas extremas, etc., (aunque esto último, como veremos, pueda ser reconocido tardíamente).
Todo esto ha sido evolutivamente exitoso, y la mejor prueba de ello es el aumento progresivo e inexorable de la población humana sobre la tierra, incluso antes del desarrollo de la tecnología y medicina modernas.
Y, sin embargo, si hurgamos finamente, podemos comprobar, por ejemplo, que un objeto que vemos bajo el agua no está realmente donde se nos aparece, que un trozo de metal podría estar muy caliente y ser peligroso, aunque con nuestra vista no podamos percibir o “sentir” su temperatura.
Hay casos en que nos golpeamos muy fuerte, por ejemplo un pie, y, si ocurre que estábamos atentos mirando en dirección del impacto, sabremos unos milisegundos ANTES de que lo sintamos, que “nos llegará” en un microinstante más, un dolor terrible a afectar esa zona específica. (Ello porque la idea del impacto doloroso, en esta circunstancia tan inhabitual, es procesada antes por el sentido de la vista y su integración racional, que lo que demora el estímulo en viajar desde la pierna al cerebro a través de los nervios sensitivos que conducen el dolor).
Estos pequeños detalles son ejemplos que ilustran el hecho de que nuestras percepciones y sensaciones son representaciones incompletas e imperfectas de la estimulación que el mundo es capaz de provocarnos, o sea, de “eso” que llamamos “realidad”.
Respecto de este tema, próximamente elaboraremos un capítulo enfocado específicamente en nuestra “aparente y/o relativamente falsa” sensación de realidad, en que tanto necesitamos apoyarnos, desde una perspectiva más integrada e integral.
Con todo lo anterior, no resulta tan extraño poder comprender que nuestro cerebro es una “máquina” destinada a mostrarnos el mundo “a su manera”.
Opera ubicando los hechos y sensaciones “a distancia”, en sus puntos de origen, y no donde realmente la sensación integrada, con todos sus componentes, está procesándose, ya que esta forma de funcionamiento es imprescindible para que tengamos la sensación de que “eso” está acurriendo “ahí”, y no en el interior de nuestra cabeza.
Para que se cumpla a cabalidad esta “sensación de realidad” es imprescindible que el procesamiento que crea esa ilusión no nos sea evidente, que no tengamos la percepción del “proceso de trabajo cerebral” dentro de nuestro cráneo.
Es por ello también, que en el mundo de los pensamientos y las ideas, la “mecánica” de su procesamiento, al ser realizada por las mismas estructuras funcionales neuronales (tejido cerebral), que procesan nuestras percepciones y sensaciones, (y con las cuales están rica y finamente integradas), cumplen su proceso, desde el punto de vista de nuestra percepción “en el vacío interior de nuestra cabeza”, sin que tengamos la capacidad de “sentir” como se desarrolla ese proceso.
Así, nuestros pensamientos “viven por sí solos”, ya sea que los guiemos intencionalmente con nuestra voluntad, o “que se nos aparezcan sin que los llamemos”
Viajan por caminos imperceptibles, no necesitan rieles por donde guiarse o afirmarse, simplemente “fluyen en el vacío”.
Esta es la maravilla sorprendente y tan difícil de interpretar cabalmente, que le da el carácter etéreo o inmaterial a nuestros pensamientos, característica tan apreciada por artistas, literatos y pensadores.
Somos “los dueños de nuestros pensamientos”? Podemos controlarlos cabalmente siempre? Cuando nos “asaltan” determinadas ideas, o cuando sufrimos por la insistencia de preocupaciones “que no nos quieren dejar tranquilos”, aunque ese esa nuestro “deseo racional”, es evidente que si bien tenemos un grado de control, éste no es total.
Quién soy realmente “yo”? Soy mi yo material, cuerpo y cerebro? Soy también mi “yo inmaterial, el que “piensa y decide”? (ver cerebro secundario, aludido en la mayoria de los capítulos previos, y como base de la autoconciencia en el capítulo 7 ).
Como podemos ver, las implicancias de los conceptos analizados hasta acá, y las interrogantes que naturalmente nos plantean son variadas y numerosas, a un punto que no es posible estudiarlas cabalmente sin extender este capítulo a un tamaño fuera de toda proporción.
Es por esto que deberán ser incluídas en futuros capítulos, espero que a no demasiado plazo.
Sobre estos temas, y para quienes quieran hurgar con mayor detención y profundidad en el apasionante tema de las bases orgánicas de los pensamientos y la conciencia, recomiendo leer las obras de los autores que aparecen en la página de referencias bibliográficas, en especial los trabajos de Edelman, Damasio y Llinás, de una calidad y riqueza que no dejan de maravillarme cada vez que vuelvo a ellos .
Jorge Lizama León.
Febrero, 2012.